Author: Fernando González Vásquez
4 de marzo de 1924: Hace 90 años se produjo el terremoto que destruyó o dañó severamente los principales edificios públicos de San Ramón, el denominado terremoto de Orotina.
La ciudad de San Ramón que en 1924 había celebrado el ochenta aniversario de su fundación oficial, acaecida el 19 de enero de 1844, fue azotada por un terremoto de grandes proporciones. El epicentro tuvo lugar cerca de Orotina, afectando sobre todo a las ciudades circunvecinas y a las provincias de Alajuela, Heredia y San José. El primer evento ocurrió a las 4:07 am. y el principal a las 5:43 am. con una magnitud de 7.0 grados en la escala Richter, según datos del International Sismological Center. Fue originado por el choque interplacas (Cocos y Caribe) y las réplicas se prolongaron por espacio de dos meses.

Este ha sido quizá, el fenómeno natural que más ha marcado el destino de la comunidad ramonense. Hoy, nueve décadas más tarde, nos corresponde recordar tan relevante suceso.
Hemos recogido algunos testimonios verbales de ramonenses nonagenarios que vivieron la terrible experiencia de ese fuerte sismo ocurrido al rayar el alba del día martes 4 de marzo de 1924. Pero una de las pocas descripciones escritas del evento telúrico con que contamos, fue consignada por el escritor e intelectual ramonense Trino Echavarría Campos (1907-1970) en su Historia y Geografía del Cantón de San Ramón (1966).
A continuación transcribimos esa interesante crónica, aclarando entre paréntesis algunos puntos de referencia mencionados en el texto:
“Al amanecer del 4 de marzo de 1924 un espantoso sismo agitó la ciudad de San Ramón. Los mejores edificios cayeron hechos pedazos.
La iglesia de mampostería, orgullo de nuestros antecesores, estaba totalmente falseada, paredes enteras de la cómoda cárcel, fueron destruidas por la furia del espasmo telúrico; la preciosa escuela de Santiago…cayó en escombros.
Quien esto escribe, recuerda como si fuera ayer aquella mañana del 4 de marzo de 1924.
Me dirigía por la calle que desde la esquina de don Alfredo Salazar Mora conduce para traer el pan que su padre don Alfredo poseía en donde hoy está la panadería López (hoy panadería Santa Marta). Eran aproximadamente las cinco de la mañana, que no podría precisar bien, cuando se sintió el estremecer de la tierra. Recuerdo el estruendo que produjo la escuela al caer y que se encontraba exactamente en donde hoy están los estudios de Radio Sideral (en la actualidad, el sitio corresponde al edificio que ocupa la Municipalidad de San Ramón). La humareda producida por la cal, formó una densa cortina que impedía totalmente la visibilidad. Mientras los árboles del parque se agitaban, como al impulso de poderoso huracán, observé a don Fausto Montes de Oca salir a la calle desde su botica que estaba donde hoy está la cantina diagonal al parque (hoy, edificio comercial diagonal a la esquina suroeste del parque).
Empavorecido, con el alma en suspenso regresé a mi hogar. Nosotros vivíamos en esa época en casa alquilada en donde hoy está la panadería de los Hnos. Orozco (panadería La Duquesa). Acababan de pasar las fiestas y mi recordado padre don Ramón Echavarría tenía la madera guardada que le había servido para el tablado que él con sus propias manos construyó para que su familia disfrutara de los festejos populares.
Ese mismo material sirvió luego para hacer en el patio de mi casa una especie de chinamo largo, en el cual se congregaban en las noches los vecinos, porque la tierra no cesaba de temblar. Recuerdo la cafetera que bajo un árbol mi santa madre ponía a hervir, en pleno patio, para darle café a las amistades allí reunidas. Todas las noches se comentaba de los constantes temblores y al anochecer siempre veíamos a través de los trillos abiertos entre las cercas colindantes, a nuestros vecinos: don Alfredo Jiménez, el escultor con sus hijos, a la familia Rodríguez, a la familia de don Miguel Ñato. Era para mí motivo de alegría la llegada de tanta gente que hacía tertulia mientras la tierra continuaba estremeciéndose y yo ponía mis oídos en el duro suelo para oír el bramar interno, mientras don Moisés Guido, que en aquella época era el juez, se quedaba pálido a cada temblor y rezaba con la gente en la calle fragmentos del Trisagio. Fue muy corriente para mí, oír el SANTO DIOS, SANTO FUERTE, SANTO INMORTAL, tened misericordia de nosotros! Se oían las campanas de la torre (del templo parroquial) cuando los temblores eran más fuertes y este tañido producía en todos una rara impresión. Nos reuníamos en el chinamo más grande que papá había hecho y tenía rótulos en sus paredes diciendo que asistieran a los toros, que los juegos de pólvora eran buenos y fragmentos, algunos rotos por el viento de los programas de las fiestas. Mi madre hacía café y obsequiaba a las visitas y luego ellas se sentaban en rueda y se ponían a contar historias de espanto entre la noche silenciosa, apenas interrumpida por los rumores de las plegarias que en las cercanías se escuchaban. Cuando el sueño ya invadía mi cerebro, me dirigía santamente a dormir en el suelo en un petate y poco a poco, mientras los ojos se me iban cerrando, empezaba a ver cómo cada una de las visitas tomaba su sitio también en el suelo alumbrados por el fogón que de rato en rato mi padre se levantaba para avivar. Luego las mañanas de la juventud, el contar de la gente que había oído esto y lo otro, las eternas historias: que la casa de don fulano de tal estaba en ruinas o se había caído. Mientras tanto, al avanzar la mañana, bien sentenciado por mi madre para que no tardara, me iba al mercado a comprar la carne que en daguillas vendía don Olivio Hernández o don Pedro Madrigal, luego el arroz y los frijoles y su buen pedazo de pellejo de chancho y chicharrones riquísimos y que mi madre echaba a la olla en la que nadaban los apetitosos plátanos de la época, los ricos currarés del bajo del Río Grande; las papas que se esponjaban y que Gerardo Artavia vendía a quince el cuartillo; el pedazo de cecina y luego el infaltable plato de frijoles negros con chicharrones gustosos y luego el huevo tierno que comíamos con plátanos cocidos.
Los temblores continuaron durante mucho tiempo más y los muchachos muy contentos porque no teníamos que ir a la escuela en la cual nos esperaba don Florentino Lobo y mis viejos compañeros: Mino Guevara, Bolívar Salas, Pedrillo Nájera que cayó hace muchos años vencido por la muerte y mi eterno compañero de lecturas, Víctor González que hoy yace como otros de mis compañeros en tumbas ignoradas del cementerio nativo…”
El relato de don Trino Echavarría nos da una idea plena de lo que significó este hecho de la naturaleza para el pueblo ramonense que, pronto dio inicio a la reconstrucción de su ciudad, proceso que tardaría varios años. Al parecer, no hubo pérdidas humanas que lamentar como consecuencia del sismo, al menos en San Ramón. La escuela central, construida de calicanto quedó en escombros, por lo cual debió trasladar sus funciones al edificio que había ocupado el Teatro Minerva, dañado en 1917 por un incendio. La segunda planta del antiguo Palacio Municipal (hoy Museo de San Ramón) tuvo que ser demolida pocos años después, como producto de los daños sufridos, eliminándosele el bello pórtico que poseía.
A raíz del deterioro sufrido por las torres del antiguo templo parroquial, el cura Juan Vicente Solís decidió su demolición, no sin antes enfrentar la oposición de muchos ramonenses cuyos padres y abuelos habían edificado con grandes sacrificios una verdadera mole de calicanto. Según algunos testimonios, los daños en las torres no eran tan severos como para ameritar tal decisión, a pesar de que don Trino afirma en el escrito anterior que, en efecto, la iglesia “estaba totalmente falseada”.
Dio entonces inicio una verdadera epopeya comunal para, primeramente derribar a base de dinamita ese magnífico inmueble. Tres años más tarde, el 26 de abril de 1927 comenzaron los trabajos de construcción de la nueva iglesia, cuya gigantesca estructura metálica fue contratada a la casa Krupp de Alemania y transportada en carretas tiradas por bueyes desde Río Grande en Atenas. Esta titánica empresa constructiva tardaría más de dos décadas, hasta que el 16 de mayo de 1954 se inauguró el templo, hace precisamente medio siglo. Hoy, San Ramón cuenta con una magnífica edificación religiosa que es orgullo de sus pobladores por ser además fruto del esfuerzo y entrega de gran cantidad de personas, muchas de ellas perdidas en el anonimato. Sin embargo, no debemos olvidar que esa relevante y colosal página de la historia ramonense tuvo su origen en un evento de la naturaleza que puso a prueba el temple de sus pobladores.